Los recuerdos más antiguos suelen ser fragmentarios y, en
muchas ocasiones, muy puntuales y nítidos. Casi una foto fija de
acontecimientos que nos han sacudido intensamente; a lo sumo un plano secuencia
corto y dramático.
De mi más tierna infancia, posiblemente por su gran carga
emotiva, me ha quedado grabada de forma indeleble, una tienda de juguetes que
ocupaba una esquina cercana a nuestra vivienda. Era un amplio bazar donde,
además de sencillos juguetes, vendían menaje del hogar y un completo surtido de
baratijas de todo tipo. Uno de sus cuatro escaparates se llenaba de pequeños
cochecitos, bólidos de carreras de antaño con ejes desmontables a la presión, y
un sinfín de hombrecillos de plástico, con o sin caballo, unos con sombrero y
otros con plumas en sus cabezas.
El local se llamaba Darío Losada, supongo que ése era el nombre de su propietario. Popularmente era conocido como el Darío. Todavía conserva dicho nombre y el letrero original,
aunque sus escaparates se han ido poblando de ingenios electrónicos, modernos
juguetes de hogaño.
A mi corta edad había desarrollado un fino sentido de la
orientación, pues bastaba pasar por alguna calle aledaña para de inmediato
reconocer la cercanía de esa Arcadia feliz. En cuanto mis sentidos identificaban el paraje, mi única obsesión era tirar de la mano de mi madre para acudir, excitado y
satisfecho, a pasmarme durante interminables minutos delante de aquel cristal que protegía los
ansiados coches.
Porque eran aquellos sencillos bólidos, de apenas10 centímetos de longitud, los que
atraían toda mi atención; los indios podían seguir haciendo el ídem...! El
siguiente paso, como parece lógico, era pedir a mi madre que se hiciese cargo
del gasto de adquirir al menos uno, para aumentar la colección. La lucha, creo
recordar, era feroz, casi de supervivencia.
Porque eran aquellos sencillos bólidos, de apenas
Aquel ritual resultaba tan agotador, día tras día, que mi madre
solía dar rodeos por calles adyacentes y variadas, para evitar que mi gps
infantil detectase la cercanía del Darío. Pero al menor descuido, o por
supuesto si tocaba regalo, la visión de aquella esquina abría mis ojos de niño
hasta niveles de puro éxtasis. Recuerdo con placer y tierna saudade
ese plano secuencia del acercamiento al lugar mágico.
Más tarde, corriendo la pubertad, trasladé dicha emoción a
las tiendas de discos y sus anaqueles. Creo que el placer era muy similar...
En alguno de ellos descubrí la Kindersinfonie (Sinfonía de los
Juguetes, por el despliegue de entretenidos objetos musicales) de Leopold Mozart, el padre de un tal Wolfgang Amadeus. Mucho más tarde supe que realmente dicha partitura era de un monje llamado Edmund Angerer
(1740-1794). Me gustó igual...
(vídeo ClassicalOrchestra1)